Wednesday, January 11, 2006

El trópico de Denisse



El trópico de Denisse

La gente siempre le llamaba “el trópico”, a ese lugar caluroso y polvoriento, sus palmeras todas resecas, apuntaladas una por una en los camellones de las avenidas, concertaban con los raquíticos perros, que husmeaban entre los basureros improvisados en cada esquina. Las casas de adobe con techos de palma adheridos con guano de gaviota, me hacían recordar su infancia perdida entre los cañaverales del pueblo. Apenas era un muchacho, sus trece años no le permitieron distinguir entre el abuso y el placer que el cantinero le propinaba con violencia deleitable, esa húmeda noche de abril.

El lugar no tenía nada de mágico, y año con año, yo soñaba con abandonarlo para siempre, nunca regresar, Daniel había dejado de ser Daniel, sólo Dennisse permitía a propios y extraños recordar las resquebrajadas reminiscencias del Danny. Nunca entendí por qué la gente le llamaba el trópico, pero la palabra me golpeaba en la mente como látigo sobre la espalda de alguno de los tanto negros que vivían allí y que por mucho tiempo habían sido esclavos de mi abuelo.
Hasta que lo entendí, pero no fue por su calor, ni por las voluptuosidades de las damas de las noches del “Diamante”. Tampoco, por las madrugadas donde los pescadores se apeaban de las lanchas llenas de pescado y camarones de playa azul.
En Sabanilla las casas siempre tenían las puertas abiertas, y en cada patio yacía una hamaca para descansar después de la jornada. Las sillas mecedoras formaban parte de ese escenario que detenía al tiempo, habían pasado treinta años desde mi primer recuerdo y todo seguía igual. Las palmas, el olor a mezquite, las gallinas cacareando en los gallineros. Las puertas abiertas que nunca invitaban a pasar, las solteronas y las mujeres regordetas tendidas sobre las mecedoras y cada casa, todas y cada una de ellas pintadas de blanco ostión, con una rara mezcla de cal y nopal.

La noche que comprendí que esa tierra sin ninguna bendición de Dios era el trópico fue en el “Diamante”, había pedido una cerveza bien helada, Rómulo el mesero, me la había traído en un tarro tapado con una servilleta de papel, siempre procuraba tapar todos los tragos porque a pesar de que el sol hacía horas que había desaparecido sin rumbo fijo; todas las bebidas se incendiaban con ese maldito calor noctámbulo, a pesar de que el ventilador del techo giraba sobre mi cabeza, aumentando mi desesperación y amargura por lo abierto de ese encierro. La servilleta tenía dos usos, el primero evitar que cada trago llegara al punto de ebullición, y dos, que los mosquitos se embriagaran mientras tenían una muerte lenta, en las aguas del destile.

La oscuridad del “Diamante”, con sus tropicales cumbias de la Sonora Dinamita, violentaban mi borrachera, mientras que Denisse se convertía en cómplice de cada trago, que con falsas esperanzas me hacían olvidar mi fracasada vida. Mi manos sudaban, mi camisa se convertía en toalla de boxeador que limpiaba el sudor de mi desaliñado rostro ocasionado por el combate nocturno, los borrachos del sitio bailoteaban al punto del ridículo y de los malabares con un ritmo de la Dinamita “Carmen se me perdió la cadenita, la Cadenita que tú me regalaste Carmen”, levanté el rostro, mire el espectáculo alrededor y comprendí que ese el trópico de un pueblo perdido de Tabasco.

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